Este 23 de agosto cumple 80 años lo que se presentó como una ignominia a buena parte del resto del mundo: el pacto de no agresión y reparto secreto de una parte de Europa entre la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin. Muchos lo vieron, y lo ven, como un paso puramente táctico de ambos, como “la alianza de los diablos”, según el título del reciente libro de Roger Moorhouse. Suscrito por los respectivos ministros de Asuntos Exteriores, Ribbentrop y Molotov, según esta versión, se cerró casi únicamente para evitar en ese momento abrir un frente en el Este por parte del régimen nazi, y para retrasar una guerra por parte de Stalin, además de hacerse la Unión Soviética con los países Bálticos, Polonia oriental, Besarabia y Bukovina. Sin embargo, sus raíces son históricas y estratégicas. El acercamiento entre ambos países –es decir, esencialmente Rusia en la parte soviética– venía de lejos, tras el dolor de la Primera Guerra Mundial en la que Berlín intentó animar la sublevación soviética para desactivar su frente en el Este. Fue también el encuentro entre dos revoluciones, pese al odio mutuo que se profesaban.
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