“¿Libertad para qué?”, le preguntó Lenin a Fernando de los Ríos. “Libertad para ser libres”, respondió acertadamente el profesor de Derecho Político y dirigente socialista español de los años 20 y 30 del siglo pasado. “¿Multileralismo para qué?”, cabría preguntarse hoy. Y la respuesta no puede ser únicamente “para ser multilaterales”, como algunos pretenden. El multilateralismo no es un fin en sí, sino un medio, un método, no un objetivo absoluto, y anda estos tiempos perdido. Para empezar, no hay un acuerdo sobre para qué queremos cooperar, para qué queremos ser multilaterales. Según el politólogo Francis Fukuyama los grandes retos mundiales son consecuencia no de desacuerdos sobre cómo cooperar, sino una profunda pérdida de dirección sobre por qué cooperar, derivada de una pérdida de consenso global. A lo que hay que sumar la incapacidad del multilateralismo para responder a la complejidad necesaria para afrontar los retos actuales y el predominio del “¡sálvese quien pueda!” ante calamidades como la del COVID-19. Como señala la teoría de sistemas, sólo la complejidad puede derrotar a la complejidad.
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