Resiliencia, según la Real Academia Española, es la “capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos”, y la “capacidad de un material, mecanismo o sistema para recuperar su estado inicial cuando ha cesado la perturbación a la que había estado sometido”. El Consejo Nacional de Inteligencia de EEUU predijo en un informe de 2017 que “los Estados exitosos del mañana probablemente serán aquellos que invierten en infraestructura, conocimiento y relaciones resistentes a shocks”. Añadiendo que “aunque la resiliencia aumenta en importancia en un mundo más caótico, los cálculos tradicionales del poder del Estado rara vez tienen en cuenta la resiliencia de un Estado”. En la era del COVID-19, como indica Uri Friedman, del Atlantic Council, en un análisis muy citado, la fuerza de un país viene determinada no solo por su capacidad militar y económica, sino por su resiliencia, una nueva forma de poder en la geopolítica actual. Para Friedman, la resiliencia es “la capacidad de un país para absorber choques sistémicos, adaptarse a estas interrupciones y recuperarse rápidamente de ellas”. Y, hoy, para ello cuenta la capacidad de sus sistemas de rastreo y médicos para frenar la expansión del virus, y recuperar a los infectados, y su capacidad para fabricar, o comprar y distribuir ahora las vacunas, más que su poderío militar. La capacidad científica pesa mucho, como se está demostrando. Que la ciencia en menos de un año haya producido diversas vacunas contra el COVID-19 indica también una nueva capacidad de resiliencia de la humanidad.
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