George W. Bush, “Bush el joven”, llegó a la Casa Blanca en enero de 2001 sobre una plataforma en la que primaba un cierto aislacionismo, basado en el momento unipolar que vivía EEUU. Los atentados del 11 de septiembre de ese año le sacaron del sopor de la siesta estratégica en que vivía EEUU (y Occidente) e inauguraron -con el impulso de los influyentes neoconservadores en su Administración- una nueva era de intervencionismo estadounidense para cambiar varios regímenes, como el afgano de los talibán, el iraquí de Saddam Hussein, y “rehacer Oriente Medio”. Hemos visto los resultados. Partieron en esta reacción de “sobrestimar la efectividad del poder militar para producir cambio político fundamental”, como ha criticado el politólogo Francis Fukuyama. Obama inició la retirada de Irak y Trump sentenció la de Afganistán, conscientes del hartazgo de su opinión pública. Veinte años después de aquellos atentados y de la consiguiente invasión de Afganistán a partir del 7 de octubre de aquel año, el actual presidente de EEUU, Joe Biden, ha llevado a su fin esta larga guerra de Afganistán y “una era de operaciones militares importantes para rehacer otros países”. Es el final, al menos para estos tiempos (¿cambio o paréntesis?), de una política intervencionista, de nation-building, la construcción de Estados en términos más liberales.
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