Ese lunes 20 de enero de 2025 hizo frío en Washington, como es habitual por esas fechas. Era un frío que reflejaba bien el estado de un mundo en tensión y en rearme, que no había salido de las diversas crisis provocadas por la guerra y la pandemia, y en el que la globalización se encogía y regionalizaba a ojos vista. El Mall estaba a rebosar para asistir a la inauguración del nuevo presidente de EEUU. Vladimir Putin, desde su habitual despacho en el Kremlin, tenía la televisión puesta para ver, y, sobre todo escuchar, al nuevo inquilino de la Casa Blanca en el discurso que iba a fijar sus líneas maestras. Como Xi Jinping, desde Pekín. Las elecciones del 8 de noviembre anterior, a las que no se presentó ni Joe Biden, mayor, aquejado de problemas de salud, ni su fallida vicepresidenta Kamala Harris, habían reflejado un país profundamente dividido, casi por mitades. De los protagonistas de las tres grandes potencias –más la propia Ucrania– en la crisis provocada por la guerra de 2022, sólo quedaban dos, y no es que se llevaran bien entre sí, pero tampoco con EEUU, ni con Europa, pese a que Emanuel Macron y Olaf Scholz seguían manteniendo una capacidad de interlocución con Putin y con Xi. “Nos pusimos en brazos de Biden. Menos mal que logramos que la UE avanzara algo en lo geopolítico y en lo militar, aunque no en la política de defensa”, le comentó por el móvil el francés al alemán, mientras ambos, uno en el Elíseo y otro en la Cancillería en Berlín, estaban pegados a sus televisores, y reflexionando como buenos políticos no sobre hacia dónde iba a ir el mundo, sino hacia dónde dirigirlo, o intentarlo, al menos.
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