La proliferación de declaraciones sobre la preservación de derechos ante las nuevas tecnologías y la recopilación masiva y procesamiento de datos personales, parte del big data (por ejemplo, la Carta de Derechos Digitales española, la Declaración de Principios y Derechos Digitales propuesta por la Comisión Europea y otras del Consejo de Europa), olvida una dimensión que George Orwell ya trató en su 1984, al hablar del “crimental” (thoughtcrime en inglés): el control no ya de la libertad de expresión, no ya de la libertad de pensamiento, sino de la intimidad de ese pensamiento, del propio proceso de pensar. Ya es posible, en un grado limitado, conocerlo a través de los datos que generamos con nuestra interacción digital con múltiples dispositivos. Pero aún lo será más a medida que las tecnologías de control de la mente avancen y sean más intrusivas. No se trata sólo de que los regímenes autocráticos puedan llegar a controlar las mentes de sus ciudadanos sino incluso las propias democracias o las empresas. Ya dijimos hace tiempo que, por ejemplo, Google era lo más parecido a Dios en que sabe todo, y cada vez sabe más que lo sabe. Estas tecnologías influyen ya en nuestros deseos, incluso en los deseos que no sabemos que deseamos. Y muy pronto, mucho más.
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